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¿Quien se atreve a ser diferente?


Era un día de clase común y corriente. Trataba de despertar literal y filosóficamente a algunos de mis aletargados alumnos con algunas sentencias provocativas sobre la libertad. Para no morir en el intento, decidí transformarme en un híbrido entre profesora de filosofía y payasa, y así intentar revolverles un poco la conciencia. Siempre persiguiendo mi consiga interior de que, si al menos uno de ellos empieza a mirar la realidad de forma más crítica. Habré conseguido mi objetivo de enseñanza.

Les introducía al pensamiento del clásico John Stuart Mill para explicarles cómo, en la práctica, la libertad de expresión no es un simple enunciado que sirve a unos pocos periodistas o medio de comunicación –cosa que por lo demás nadie parece comprender en este pedazo de suelo andino- sino que es un elemento fundamental de la vida cotidiana, que significa la posibilidad de contrastar o reafirmar nuestras propias creencias e ideas, e incluso aprender de otras por medio de un simple método de contraste.

Con absoluta vigencia el viejo Mill prescribe que todos debemos estar preparados para SOMETER NUESTRO SISTEMA DE CREENCIAS Y PENSAMIENTOS AL ESCRUTIÑO PERSONAL Y AJENO. Incluso advierte que esto es lo más sano que podemos hacer pues, si estamos en un error, lo descartaremos. Si andamos por la vida acarreando medias verdades, podremos completar alguna forma nuestro criterio y hacerlo un tanto más formado a través de este examen de oposición de argumentos, y por último, si es que nos quedamos inamovibles en nuestra posición, entonces lo podremos defender con aun más convicción que antes.

Argumentaba yo a mis alumnos que, a este simple ejercicio le tenemos terror, pánico existencias. Como buena sociedad católica y curuchupa en la que vivimos, corre en nuestros códigos sociales la prescripción y el deber de ser individuos sumisos que aceptan las cosas porque así son, dogmas de fe, sin derecho a preguntas ni repreguntas. Tememos poner en duda las verdades que nos vienen de nuestro entorno, las tradicionales, prácticas y creencias. No solo porque eso supone que nos encontremos en ese espantoso y peligroso terreno de incertidumbre y lo nuestro es mantener bien resguardado nuestro metro cuadrado de confort, sino porque sabemos que el simple hecho de ponerle signos d interrogación a la práctica normal y moralizante de la sociedad nos tornará ipso facto en las ovejas negras de la tribu, las que se miran raro, las rebeldes de pocos amigos !Y vaya que, en un buen rebaño, nadie quiere ser dejado atrás¡

Pero el buen amigo John Stuart Mill nos tenía reservado- a mis estudiantes y a mí –algunas sorpresas más. Nos dio luces críticas sobre nuestro modus operandi en la política y la sociedad, por el medio del cual hacemos y decimos lo que dice la mayoría, siguiendo con pasividad la marea que nos uniformiza. Este correcto señor inglés, quizá el más influyente en Inglaterra del siglo XlX, le provoca un soponcio intelectual pensar en el triste desenlace de una sociedad que vive sometida a lo que dicen los muchos, sin que las minorías puedan hacer escuchar su voz. No es menor que él haya sido el primer legislador del parlamento ingles que haya perdido con vehemencia la inclusión del derecho al voto de las mujeres en 1867. Su canto individualista dedicado a proteger a la persona que disiente de la sociedad, frente a los 99 del consenso unánime, hoy resulta una verdadera canción protesta con plena vigencia.

Vivimos en la peor pesadilla de Mill, sometidos a la tiranía de las mayorías y no solo las electorales. Apreciamos y cultivamos poco la diversidad social intelectual, artística, personal. Preferimos lo familiar y conocido a aquello que es distinto y que nos saca de la conformidad imperante. Más aún juzgamos a quien se sale del molde del rito dominical, nos inquietamos frente a ese que esboza ideas incómodas y novedosas, y caminamos recelosos cumpliendo con devoción los cánones impuestos. ¿Qué diría la tribu si nos desviamos?

Todo esto discutíamos mientras la clase continuaba y aparentemente mis esfuerzos histriónicos habían surtido efecto. Los estudiantes estaban enganchados en la discusión. Yo insistía que estos rasgos de la sociedad en la que vivimos no son inofensivos, sino que marcan la tónica de nuestro desarrollo. Que por algo vivimos en un país mediocre con escasas producción intelectual, artística, literaria. Al tiempo, les incitaba a hablar de cómo en la su vida cotidiana podían sufrir las consecuencias de este amodorramiento social.

En la mitad del debate, ella alzo la mano. Las palabras de mi alumna empezaron a entrecortadas. Hablaba del acoso que es víctima por ser diferente. En ese momento no en su “diferencia”. Un silencio absoluto se creó en la clase (de más de 50 alumnos). Creo que sirvió para que ella se sienta protegida del mundo exterior. Acogida en ese espacio de clase que se reunía tres veces cada semana. A medida que avanzaba en su testimonio, empezó a sentirse un poco más cómoda en medio de la extrañeza interior que supongo le generaría revelarse personalmente en un contexto académico. Conto del acoso verbal y físico que sufría en la calle cuando caminaba con su pareja, una mujer. Sus palabras sonaban a rabia cuando se refería a gritos que recibía y las persecuciones de hombres de las que había sido víctima, porque estos seres no toleraban ver a una pareja de lesbianas caminar por una calle transitada de Quito. Las palabras fluían el resto escuchaba sin chistear, incluyéndome. No había mucho más que decir. Ella era el retrato vivo de la teoría que yo trataba de esbozar. Ella desafió la convención tradicional de una clase y nos conmovió a todos. Transpiro autenticidad. La verdad –ella ya lo sabía –no le pertenece a nadie. Había tenido la valentía de cuestionar su sistema de creencias. Ser diferente. Original o el que desentona por sus opiniones o modos de vida, tiene un costo alto en nuestra aldea, lo había vivido en carne propia.

La bulla parroquial quiere convencernos –y lo hace con pleno éxito en la mayoría de casos – de que somos y debemos ser solo su propio reflejo. Por suerte van escondidas tras las apariencias algunas ovejas negras que aún van en la búsqueda de su propia verdad.

Extracto Revista Dinners

17 de Enero del 2017


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